26 de marzo de 2009

Celos que me matan

Fue hace poco más de un año que revisaba el directorio de su celular sin ningún afán en especial cuando encontré a un tal "Dani", mi mente viajó a mil por hora pensando de dónde diantres había conocido a ese tal Daniel; así que para sacarme de dudas fui al baño, en donde estaba peinándose y se lo pregunté:

- Oie, quién es Dani? -
- Ah, es Daniela -

Me reí de mi mismo y seguí haciendo mis cosas. Es que siempre he sido un celoso empedernido y aunque no jodido, muy obsesivo. Pero es que aún no me termino de hacerme la idea de que a mi pequeña hermana algún día le gustará alguien; si es que ahora ya no le gusta alguien. Es que tiene doce pues, esas cosas nacen por ahí, doce, trece, una vaina. No puedo y algunos de los que me rodean lo saben y saben que me jode terriblemente. Simplemente no puedo, y me acordé porque hoy entre risas mi pequeña y risueña hermana me contaba una situación chistosa cuando regresaba del cole con Camila, su amiga; y Diego (maldito!), otro amigo. Méncionó ese nombre y una cosas subía por mi garganta y llegaba a mi cabeza; pero me calmé y seguí escuchándola con atención.

Sólo espero que el día en que sepa que mi hermana tiene algún noviecillo tonto pase esté amarrado al mueble o sedado. Por ahora no estoy muy preocupado, pero sé que ese día llegará y que tendré que afrontarlo como un buen hermano. Putamare es que soy demasiado celoso. Que carajos!

6 de marzo de 2009

Amor muerto (Cuento)

Esta es la historia de un “alguien” que aún vive entre nosotros y que conserva todavía dentro de su alma el fantasma del odio que alguno que otro canalla inoculó dentro de él sin siquiera saberlo.

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Corrían los primeros días del año ochenta y tres y la sierra del Perú se veía manchada cada vez más con la sangre de justos y pecadores que recorría sus colinas regando el terror por los caminos del azar.

Los días pasaban tristes y llenos de angustia; las gentes se refugiaban mientras podían y uno que otro inocente emprendía el éxodo sin siquiera saber que le esperaba en el misterioso camino del no saber. La gula del terrorismo no tenía fin y cualquier esfuerzo era insignificante ante los pasos del abuso.

Luis Quispe, hijo de Román Quispe había cumplido trece años sólo unos cuantos días antes de que él mismo encontrara los cuerpos de sus padres tirados en el piso de su pequeña cabaña manchados de sangre por los fusiles de despiadados fantasmas del terror. Él había salido temprano de casa hacia los campos de la colina para ver a sus animales. Habían pasado ya más de dos horas cuando un pequeño río de sangre había alcanzado los pies del pequeño Luis, el miedo se apoderó de su corazón mientras que sus piernas lo llevaban al compás de sus latidos a través del camino que había sido trazado por ese licor rojo del que bebían los líderes del horror cada vez que podían.

Sus pasos se veían cada vez más cerca de la cabaña y el miedo se hacía cada vez más fuerte. Luis empujó la puerta con temor y al ver esos dos cuerpos que había visto durante trece años con tanto amor tirados en el suelo las piernas se le fundieron en unos cuantos huesos derrotados por un sentimiento tan raro como la escena que tenía frente a él. Se paró y tras coger un poco de dinero de algún lugar corrió y corrió sin parar, pensando quizás que si corría más lejos su tristeza se haría cada vez menor. Cuando estuvo más lejos su tristeza se transformó en ira y unos metros más allá en impotencia.

El camino seguía y sus piernas parecían doblarse ante el siguiente paso que daba, ya había llegado al pueblo y lo único que se le ocurrió fue sentarse en una piedra a pensar y a la vez a llorar. La gente lo miraba con incertidumbre y uno que otro con pena, él no sabía qué hacer, no sabía qué pensar. Ya no podía llorar más; sólo se tenía a él y a su puñado de dinero. No había lugar para otra cosa. Y fue por alguna razón que ni el pequeño Luis sabe que en ese momento los ojos del corazón se le cerraron para no volver a abrirse nunca más.

Se levantó y comenzó a andar dentro de ese río de gente que lo miraba cada vez menos. Ya no estaba llorando, tenía el ceño fruncido y el odio nacía dentro de su ser. Sus manos estaban apretadas como si quisiera golpear a alguien y sus pasos eran tan fuertes como el rencor que nacía en él por aquellos que cambiaron su vida sin saberlo. Caminaba y caminaba mientras pensaba en qué hacer, no podía demorarse demasiado ya que no podía seguir ni un minuto más en ese pueblo maldito que había de albergar a sus muertos. Se topó con un hombre vestido de destino que le preguntó hacia dónde iba y porqué con tanta prisa. El sin pensarlo dijo: “A Lima, voy a Lima”. El hombre se sacó el sombrero que traía puesto y después de verlo a los ojos le señaló una parada de buses a muy escasas cuadras de ahí. Luis no podía verla por su pequeña altitud así que avanzó un poco y cuando la distinguió bien volteó para agradecerle al hombre, pero él ya no estaba.

Trató de buscarlo, pero al no hallarlo sólo se fue. Tomó un bus que ya estaba por salir; había milicos por todos lados revisando a la gente que se iba, él no tenía ningún documento; tenía miedo, no sabía que podía pasar. Se agachó y se metió debajo de un asiento; los milicos gritaban por todas partes, decían que el bus ya debía irse sino cogería el camino de noche y sería muy peligroso. Luis seguía escondido hasta que escuchó el sonido del carro encendido. Salió de su escondite y se sentó, había una señora muy grande a su lado que dormía; pegó el rostro a la ventana y vio por última vez las colinas y el cielo que lo habían visto crecer y que ahora lo veían morir. Poco a poco fue cayendo en los brazos de Morfeo mientras al cielo oscurecía cada vez más.

Se escuchaba bulla, mucha bulla; se escuchaban pasos que corrían de aquí para allá. Sus ojos se abrían de poco en poco, la bulla lo había levantado. Ya había llegado a Lima y no había pensando en que haría cuando llegara. Lo bajaron del bus casi a empujones; estaba parado en medio de mucha gente que ni siquiera se había dado cuenta de su presencia, todos andaban de aquí para allá hablando y caminando. Se sintió sólo, muy sólo; recordó porqué estaba ahí y el rencor renació en su mirada; el fuego de la venganza lo seguía por doquier.

Encontró un parque mientras caminaba; se sentó a tratar de calmar su odio, tenía que pensar, no podía quedarse ahí esperando morir de hambre. Quería hacer algo y poder regresar a su tierra para acabar con aquellos malditos que traían en su camino muchos muertos dentro de los cuales estaban sus padres. Quizás los milicos podrían hacer algo, pero ellos nunca hacen caso; siempre quieren plata pensaba; y eso es lo que él menos tenía. Se levantó y caminó, tenía que encontrar algún lugar donde trabajar sino no podría vivir. Las calles estaban llenas y todo era más grande.

De pronto, un gras bus verde paró a pocos metros de él y muchos militares bajaban abordando a la gente que estaba a su alrededor. Un militar se le acercó y le dijo:

- Tú niño, ¿eres de aquí? -
- No señor, recién he llegado – dijo el pequeño confiando en que quizás lo podrían ayudar.
- ¿Y estudias? -
- No señor, no tengo a nadie aquí -
- Ya, arriba; al camión. Apúrate carajo -

Después de eso, el pequeño Luis no recordó mucho más. Lo habían llevado a una escuela militar del ejército por indocumentado y ya no podría salir. De alguna manera estaba logrando lo que quería sin saberlo; ya que con un poco de suerte sería militar y quizás algún día podría vengarse matando a cualquier pobre diablo seguidor de aquellos que habían tomado por asalto la tranquilidad de su familia asesinándola. Todo era muy duro ahí dentro, no tenía amigos, lo trataban de “serrano” en todos lados. Decidió no contarle a nadie lo que le había sucedido, quería hacerse fuerte él sólo, sin la ayuda de nadie. Los años pasaron y los ojos del corazón se le cerraban más fuerte aún, no recordaba las sonrisas de antaño ni en sus más remotos sueños y sus fantasmas lo perseguían cada vez más. Quería venganza y eso era lo único que lo alimentaba en esa escuela limeña friolenta que lo encerraba cual animal salvaje.
Todos los días despertaba de madrugada con una capa de sudor frió en su frente mientras temblaba después de una larga pesadilla que se estaba repitiendo días tras día. Caminaba con un arma por aquellas colinas que lo albergaron de niño y cuando entraba a su pequeña choza encontraba a sus dos padres tirados en el suelo cual perros y a sus dos asesinos en pie; el quería matarlos, pero no podía moverse, se quedaba ahí tieso viendo a esos dos riéndose a carcajadas. Era ahí cuando despertaba y temblaba, temblaba de miedo.

Los años pasaban lento y día a día Luis se volvía más duro; ya le faltaban meses para salir cuando algunas noticias llegaban a la escuela diciendo que Sendero se hacía cada vez más fuerte, pero que un nuevo gobierno venía y que quizás ese podría derrocarlo. A él no le importaba que podían decir los de afuera, sólo quería que el conflicto no acabase hasta que el no estuviera ahí; quería matar aunque sea a uno para sentir que pagó su deuda con los muertos que cargaba en su corazón.

El Capitán Salgado era al que le había sido encargado el año en el que estaba Luis. Decía que había combatido a Sendero pero que lo habían retirado de la zona para entrenar a nuevos elementos; Luis lo escuchaba atento cada vez que decía algo, casi podría decir que lo admiraba y de vez en cuando no le quitaba los ojos de encima ni cuando no decía nada. Sentía que él quizás había sentido lo mismo que él y se sentía un tanto identificado. Pero no mostraba tal admiración. Luis se había vuelto un tipo frío, frío como ninguno; los sentimientos no alcanzaban en sus pensamientos y el fuego de la venganza había vuelto su mirada en ojos de tigre, un animal dispuesto a atacar; quizás estos años lo habían vuelto más duro, pero él no sabe que se volvió así desde aquel día en que un hombre vestido de destino desapareció tras él fijándole el camino que habría de seguir y que lo llevaría a la tristeza eterna.

Un día como cualquier otro la sección de Luis se formó en el patio a la seis en punto de la mañana y el capitán Salgado llegó con tres tenientes cargando muchas cajas. Comenzó a hablar de que ya estaban casi listos, pero que debían hacer algo para formarse completamente. Dentro de las cajas habían cachorros de perro y se le entregó uno a cada cadete. Entonces el Capitán habló de nuevo: “Cadetes, he aquí un cachorro para cada uno. Faltan pocos meses para que salgan de la escuela. Es por eso que por ahora no voy a decirles más que esto. Vivirán con sus perros todo el día durante estos meses, compartirán su ración de comida y se bañaran juntos; serán como sus esposas y cuando esté cerca el fin de año ya les diré que hacer”. En realidad nadie entendió a qué se refería exactamente así que siguieron con su rutina diaria.

Cuto fue el nombre que le puso Luis a su cachorro. Ya que en quechua significaba “sin cola” y este no la tenía. Le había cogido un poco de cariño a pesar de todo, lo levantaba a media madrugada entre lamidos y era el menos bullicioso de todos, se había vuelto muy obediente con las serias miradas de su dueño cada vez que intentaba jugar cuando no era tiempo y a pesar de que se comía casi toda la comida de Luis, él no podía negar que sería una pena tener que dejarlo cuando llegara la hora. Pero la hora se acercaba y acechaba delante de una sombra de tristeza que él no sabía que tendría que pasar.

Pasaron los meses y faltaba sólo una semana para acabar la escuela. El capitán Salgado los reunió en el patio un día al atardecer y les ordenó lo que debían hacer con los cachorros: “Ustedes saben mis cadetes, que los que ahora atacan a nuestro país son malditos sin alma ni corazón y creo yo que la única manera de combatir a aquellos malditos es siendo más malditos y crueles aún. Es por eso que hace unos mese les di a criar a esos cachorros que seguramente se han convertido ya en parte de sus vidas; ya que dentro de estas paredes no tienen a nadie más. Pero ahora tienen que matarlos; y sólo tiene plazo hasta esta noche. Sólo así podrán demostrarse a si mismos que no hay lugar dentro de ustedes para sensibilidad alguna. Aquí no hay lugar para eso. Rompan filas”.

Nadie se atrevió a objetar nada. Todos se fueron cabizbajos, nadie podía negar que le había cogido cierto cariño a su cachorro, pero órdenes eran órdenes y aunque pareciera ilógico y cruel; el capitán Salgado, a fin de cuentas, tenía razón. Luis caminaba y cuando llegó a los dormitorios Cuto salió y si no movió la cola es porque no tenía ya que se notaba la alegría del animal al ver a su dueño regresar. Luis lo cargó y se lo llevó a los campos solitarios de la parte trasera de la escuela, ahí donde algunos se reunían a tomar a escondidas de los luminarias. Habían unos cuantos de tercero que jugaban a las cartas; Luis los largó de un solo grito y se quedo viendo a Cuto.

He aquí la tristeza que de algún modo tenía que alcanzar al alguna vez, pequeño Luis. Quizás el ardor de la venganza era grande, pero esto, esto era demasiado cruel, Luis creía que era el más frío de todos, pero pasaban por su corazón cosas que no lo dejaban tranquilo. Tenía que matar a algo que quería. Aún no se había decidido; cogió a Cuto y lo abrazó a su pecho. El perro estaba tranquilo, recostaba su cabeza en los brazos temblorosos de Luis sin saber qué podía pasar. Su brazo se movió por obligación y sacó de su bota un cuchillo grueso que había robado de la cocina hace mucho tiempo. Abrazó más fuerte a su perro y lentamente puso el cuchillo debajo de su cuello, corrían lágrimas por las mejillas de Luis; las últimas lágrimas que saldrían de sus ojos para siempre. Fue apretando su cuchillo lentamente hasta que de un solo tirón cortó el cuello del pobre animal que ni siquiera un quejido pudo lanzar al viento.

Han pasado muchos años desde aquel día. Después de eso Luis nunca pudo ir a la zona de emergencia porque era demasiado joven, Abimael fue capturado y ahora las acciones de Sendero ya no se dejan ver con mucha frecuencia. Luis nunca pudo pagar la deuda que tenía con sus muertos y un tanto frustrado adoptó al odio como inquilino permanente de su corazón.

Ahora todos conocen al Capitán Luis Quispe como un ser rudo y un tanto raro; siempre anda con el ceño fruncido y a veces tiene la mirada perdida; quizás pensando en algo muy lejano y a la vez muy cercano.

2 de marzo de 2009

La extraño causa

Fue eso lo que le dije a "J", un brother de andadas en un bar de nuestra cochina urbanización después de ochos chelas que, como siempre, ya habíamos terminado de compartir a medias. "J" y yo nos juntamos a "chelear" de vez en cuando y sabemos que de alguna u otra manera terminaremos hablando de amorres perros, esos amores que nos traen de trágicos desde que terminamos el cole. El sabe de esa que me traía perro desde cuarto de media hasta hace un par de años. Y ahora sabe de esta hermosa maldita que me trae perro cada vez que me acuerdo. Son unas malditas dijo "J" a la sexta chela, son calculadoras y manipuladoras. Supongo, dije yo, pero como nos gustan no? "J" ha tenido sus historias y sus buenas historia, con todo y señoras incluídas, y ya no recuerdo cuantas veces esos tres cochinos bares de nuestra avenida boulevaresca nos han dado su cochino pero cálido refugio para empotrarnos en esas mesas apretadas con sillas altas que escuchan y escuchan sin parar nuestros mas pesarosos quejidos de amor y de desamor; nuestras cuantiosas infidelidades y nuestras más grandes estupideces.

Esta vez "J" no tenía nada que contar, pero yo sí. La extraño causaaa, le dije. La extrañe todas las veces en la playa de este verano triste, la extrañe en mi casa cuando estaba a solas. La extrañe en mi soledad en cualquier parte, la extrañe cuando veía a mis patas felices y contentos con sus respectivas "Sofías", la extrañe cuando no tenía nada que hacer y quería que estuviera cerca para ir a verla. La extrañe mucho en innumerables veces, la he extrañado tanto y lo peor es que no puedo ni siquiera decírselo por mi temor a perder. Ya no recuerdo todas las cosas que dije pero sí recuerdo que "J" estuvo un largo rato escuchando mis "la extraño cuando..." "J" dijo que fue bueno que haya dicho tantas cosas acerca de Sofía ya que quizás después de todo lo que dije ya no la extrañaría más. Pero hoy desperté y me di cuenta de que estábamos equivocados. Hoy la sigo extrañando, porque sé que si no lo hiciera no estaría aquí sentado escribiendo que la extraño.

La extraño causa y ahora falta muy poco para que Sofía regrese y no sabes Sofía, no sabes cuan nervioso me pones cuando hablo contigo, o cuando trato de hacerlo.